Una gran incoherencia de Milei

 Con la designación para la Corte Suprema de un académico antiaborto y un cuestionado juez penal, el presidente argentino corroboró la existencia de “la casta”. Con un costo: sumergirse dentro de ella


Javier Milei ha impulsado su carrera hacia el poder instalando una nueva contradicción en la Argentina. Durante más de tres lustros el país estuvo polarizado entre kirchnerismo y anti-kirchnerismo. Milei diseñó una nueva clasificación que, en alguna medida, unifica a esos dos actores: el conflicto es entre la “casta”, es decir, la élite, y la gente común, que él moraliza como “los argentinos de bien”. La “casta” es una oligarquía en cuyo centro está la clase política, cuyo rasgo principal es ser parasitaria del presupuesto público. Es la encarnación de ese monstruo que para Milei es el Estado. Por eso para combatirla hay que ajustar las cuentas públicas y desregular la economía.

Esta explicación ha provocado una corriente bastante caudalosa de adhesión hacia el líder de La Libertad Avanza. Es comprensible. Milei se incorporó a la actividad política en un momento de desasosiego pocas veces visto, originado en una larga crisis económica que hizo más intolerable una corrupción muy difundida, que presenta rasgos de cronicidad. El líder libertario abordó el problema con un recurso típico del populismo: afirmarse en ese malhumor para redireccionarlo hacia la dirigencia. Esa operación adoptó distintas escenografías. La más habitual, en la senda de Trump o Bolsonaro, es el repudio al Congreso. Milei inauguró su presidencia con un discurso de espaldas al parlamento. Y concurrió a ese palacio para abrir las sesiones ordinarias con una presentación en la que trató a diputados y senadores como una cáfila de ladrones. La inmoralidad tiene en su explicación raíces económicas: el Estado sería una organización criminal destinada a esquilmar y oprimir a la ciudadanía. Contra ese paisaje decadente, él se presenta como un regenerador. Alguien que convoca a detener la decadencia para iniciar un nuevo ciclo.

Sobre este telón de fondo se recortó el miércoles pasado un mensaje inexplicable. Desde la Casa Rosada, la sede del Poder Ejecutivo, anunciaron que, para completar las dos vacantes que existen en la Corte Suprema de Justicia, el máximo tribunal del país, se postularía al abogado Manuel García-Mansilla y al juez Ariel Lijo.

El escándalo se desató por la promoción de Lijo. Es difícilísimo encontrar un magistrado que simbolice de manera más expresiva la corrupción arraigada en el fuero federal penal, sobre todo el de la Capital Federal. Allí revistan los jueces encargados de investigar y castigar el narcotráfico, el contrabando, el terrorismo y, sobre todo, las irregularidades de los funcionarios nacionales.

Cualquiera que estudie el despliegue que ha tenido la corrupción en la Argentina de las últimas décadas advertirá que uno de los factores que la impulsan es la ausencia de penalización. Y que esa ausencia está ligada a un conjunto de jueces y fiscales que, antes que hacer justicia, proveen impunidad. Los tribunales “de Comodoro Py”, como se los llama por la avenida porteña en donde están situados, son vistos desde hace tiempo como una ciénaga. Muchos de los magistrados que se desempeñan en ellos llevan una vida de magnates imposible de ser explicada con el salario de un servidor público.

Lijo se destaca entre todos ellos. Pero eso no significa que haya debido dar demasiadas explicaciones. En su momento tuvo que afrontar una investigación por los movimientos muy sospechosos de su hermano Alfredo “Freddy” Lijo. Este abogado suele presentarse a sí mismo como un “operador judicial”, es decir, alguien que trafica influencias entre los acusados y los jueces. A “Freddy” se le abrió una causa en la misma justicia federal en la que se desempeña su hermano. Pero fue absuelto, igual que varios de sus socios, sin siquiera ser indagado. La liviandad del trámite fue llamativa porque los investigadores contaron con informes que consignaban la existencia de sospechosas cuentas en España y Suiza por las que pasaban millones de dólares. Además de préstamos sin devolución por parte de empresas pertenecientes a procesados en los tribunales federales. “Freddy” Lijo, el hermano del juez promovido por Milei, declaró dinero negro en el blanqueo fiscal que ofreció el gobierno de Mauricio Macri en 2016. A través de las numerosas sociedades fantasma de las que ha sido titular, el lobista judicial Lijo compró autos de alta gama y benefició a su hermano, el juez Lijo, con autorizaciones para que pudiera manejarlos. Entre otros, un Mercedes Benz E-350.

El peor momento de los Lijo en sus andanzas ocurrió cuando el Consejo de la Magistratura investigó a otro juez federal, el camarista Eduardo Freiler, que fue desplazado por no poder explicar su desarrollo patrimonial. En esa pesquisa apareció que Freiler era socio de la ex esposa de “Freddy” Lijo, Carla Lago, en una compañía minera. Cuando la señora Lago fue invitada a declarar, reveló que quien había sido su marido era socio de Freiler en un haras de cría de caballos de carrera llamado La Generación. Y que el juez Ariel Lijo, entendía ella, también formaba parte de ese emprendimiento. Un dato verosímil porque el juez Lijo y su hermano “Freddy” fueron retratados por la prensa especializada recibiendo premios en algún hipódromo. Lago también afirmó que su exesposo solía llevarle bolsos de dinero al juez, su hermano.

Ese caudal de información quedó sepultado, y casi olvidado, cuando desde el gobierno de Macri se ejerció una presión para salvar al juez Lijo. El mensajero habría sido Daniel Angelici, conocido como “el Tano”, un empresario del juego y ex presidente de Boca Jr., otro lobista judicial ligado al expresidente. Es una interpretación muy extendida que esa gestión se debió a que en el juzgado de Lijo se investiga el presunto vaciamiento de la empresa Correo Argentino, que había sido de la familia Macri. Pero son hipótesis, por supuesto. Para abortar la investigación del Consejo fue imprescindible que Lago dijera que sus declaraciones habían sido inventadas. Lo hizo.

La propuesta de convertir a Lijo en ministro del máximo tribunal del país cuenta con un impulsor principal. Es el juez de ese mismo tribunal, Ricardo Lorenzetti. La versión que trasciende del Poder Ejecutivo es que Lorenzetti habría convencido a Milei de que con Lijo podría equilibrar a la mayoría que forman Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Juan Carlos Maqueda. Esta negociación es una pequeña licencia al principio de división de poderes, sagrado para cualquier gobierno ultraliberal, como el de Milei.

Lorenzetti lleva una guerra encarnizada contra sus tres colegas de la Corte. Dos de esos magistrados, Rosenkrantz y Maqueda, están convencidos de que, como parte de ese enfrentamiento, su colega les ha promovido, a través de denuncias de terceros, varias causas penales. Esas causas se tramitan, para agregar curiosidad a esta intriga, en el juzgado de Lijo.

Para designar a los dos candidatos a jueces el Senado debe aprobar los pliegos con los dos tercios de los votos de sus miembros presentes. Es imposible obtener esa mayoría sin el apoyo de Cristina Kirchner. En otros términos: deberían coincidir dirigentes que están en las antípodas. Una peronista de izquierda como ella, y un libertario de ultraderecha como Milei. Para la expresidenta y los legisladores que se alinean con ella la postulación de Lijo es incómoda. No tanto por razones morales. El malestar se debe a que es el candidato que debe cubrir el vacío dejado por una mujer, Elena Highton de Nolasco, que dejó la Corte porque alcanzó los 75 años de edad que la Constitución fija como límite de permanencia. Votar a Lijo sería traicionar la bandera de la igualdad de género, que siempre el kirchnerismo a venerado. Aquí haría falta otra licencia.

El otro candidato, García-Mansilla, complica más la jugada. Prestigioso en el campo académico, este abogado constitucionalista expresa ideas muy conservadores en el campo moral. Muchos ven una señal de esa posición en su rol de decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral, cercana al Opus Dei. De todos modos, la postulación de García-Mansilla está corroída por una gota de duda. Él debería reemplazar al juez Juan Carlos Maqueda, que se jubila a fin de año. Alguien cumplirá para esa fecha un compromiso asumido en estos días. La forma de la política cambia en la Argentina con la velocidad y el sigilo con que cambian las formas de las nubes. Si García-Mansilla no llega a entrar a la Corte, pero Lijo sí lo hace, quedaría un tribunal bloqueado de dos contra dos. Tal vez sea un buen esquema para las necesidades de Milei.

La pretensión de que el tenebroso Lijo sea juez de la Corte es una incoherencia inocultable de Milei. La primera de gran dimensión. Acaso el error de alguien que todavía no entendió que, si existe una casta política constituida alrededor de intereses corporativos, es porque existe otra casta que le ofrece protección: la judicial. Lijo es el emblema de esa corporación que suministra impunidad.

No es la única incongruencia. Es llamativo que un gobierno que relativiza las atrocidades de la última dictadura militar pacte la integración del máximo tribunal con un juez como Lorenzetti, que fue el más activo a la hora de reabrir las causas judiciales que pesaban sobre los ejecutores de crímenes de lesa humanidad. Más licencias.

La jugada supone, además, un inconveniente político. Milei está buscando una alianza político-electoral con el Pro, el partido de Mauricio Macri. Pero a Macri le resulta casi imposible justificar frente a su base la componenda de Milei con Lorenzetti. Aún cuando haya quien lo tiente en el desierto, diciendo que si da el visto bueno a la candidatura de Lijo, Lijo lo absolvería en aquella causa del Correo.

Curioso destino el de Milei. Al aceptar la propuesta del juez Lorenzetti unificó, por distintas motivaciones, a casi toda la dirigencia política. Es decir, corroboró con una exhibición inigualable la existencia de la casta. Con un costo: sumergirse dentro de ella.

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