En el errático rumbo de la acción política opositora, se vislumbra una peligrosa tendencia a repetir los gruesos errores del pasado, como aquel inexplicable tropiezo en la abstención electoral de 2005, cuyas consecuencias fueron desastrosas para el país, al entregar el poder absoluto a un Gobierno que ansiosamente lo perseguía hasta mantenerse en modo hegemónico por veinticinco años consecutivos. La declaraciones de "seguimos en la ruta electoral", "nada nos apartará del camino electoral", se agradecen como buenas intenciones, pero no suenan como garantías efectivas de que en efecto así será. Las rasgos caudillistas, avalados en declaraciones del tenor de "sin mi no habrá elecciones", sumados a la historia personal estimulan la desconfianza en la palabra ofrecida.
La falta de conciencia colectiva, tanto en la sociedad como,
más preocupante aún, en el liderazgo político, acerca de la magnitud del
impacto de aquel fatídico suceso es alarmante. Con la cara convenientemente
lavada, los principales responsables de esa decisión han evitado asumir sus
culpas, algunos de los cuales, con cinismo desproporcionado, culpan al resto
para expiar sus propios pecados.
En esa entrega que persistió hasta el hartazgo estaba, no de
manera deliberada pero sí implícita la cesión del país a una jauría de
desalmados cuyo propósito final era el asalto al erario público y su
perpetuación en el poder. No busco endilgar las culpas de la tragedia que azota
al país únicamente a aquella locura extremista que cantaba victoria con la
supuesta deslegitimación del Gobierno, sino alertar sobre el riesgo de la
repetición del error que nuevamente entregó el poder absoluto en 2018 y 2019.
Este mismo yerro no puede replicarse ahora en 2024, cuando la oportunidad de
erradicar esa peste es gigantesca por la duro aversión, mayor al 90%, que
experimenta el nombre de Nicolás Maduro.
Mi recorrido reciente por el oriente venezolano, hasta los
confines de la península de Paria, por montañas y llanos orientales y luego por
el centro del país, me dejó la sensación de una tierra devastada en la que el
tiempo parece haberse detenido o, peor aún, retrocedido. De veinticinco años
perdidos, resumidos en pueblos fantasmas, pobladores acurrucados en algún
rincón, retorciéndose de hambre, carreteras plagadas de intransitables baches,
aterradoras historias de bandas armadas de jóvenes nacidos en los años de esta
barbarie revolucionaria que armados hasta los dientes impiden el libre
tránsito, kilómetros de cementerios de redes ferroviarias nunca concluidas,
decenas de gimnasios verticales, prueba incontrovertible del robo descarado a
la nación, pueblos y ciudades padeciendo seis y ocho horas sin luz, estaciones
de servicio sin gasolina, servicios públicos que nada tienen de públicos ni de
servicios, relatos insólitos de abusos de autoridad, plantaciones arrasadas y
antiguos galpones industriales transformados en escombros conforman un paisaje
geográfico penoso que explica y atestigua la vergüenza del hambre y la miseria
sembradas por un régimen autoritario atrincherado en la delincuencia, la
incapacidad y la corrupción.
El país anhela decisiones serenas, de amplitud, consensuales
en torno a una opción electoral que permita recobrar paz y libertad, justicia y
democracia, bienestar y modernidad. Pero se encuentra con un Nicolás Maduro que
se dirige a los venezolanos con un cinismo brutal, como si su conciencia
estuviera blindada ante la destrucción que asola el país.
Su desvergüenza al hablar, sin un ápice de rubor, no conoce
límites.
Al atribuir exclusivamente a las sanciones la culpa de la
espantosa crisis que ha sumido a la nación en un pozo séptico, donde la miseria
flagela a más del noventa por ciento de la población, pretende que obviemos que
la principal responsabilidad del desastre recae sobre sus hombros. No es que justifiquemos
las sanciones, sino que estas son apenas una fracción ínfima de la causa del
oprobio en el que vivimos.
El repudio que ha cosechado Maduro se extiende incluso a la
inmensa masa de chavistas que disfrutaron de cierto bienestar bajo el populismo
descontrolado de su predecesor. El saqueo de las arcas nacionales ha ocurrido
descaradamente ante sus ojos, mientras su entorno personal es señalado por la
opinión pública como los arquitectos principales de este latrocinio. Maduro
camina indiferente ante las pillerías de su Gobierno, se desentiende del delito
de Tarek El Aissami, acusado de desfalcar al menos 23 mil millones de dólares,
quien, impune, pasea despreocupado, derrochando el dinero mal habido a manos
llenas. La grotesca farsa de la honestidad se perpetúa en cada palabra
pronunciada por el mandatario.
No resulta exagerado afirmar que la rosca gobernante
encuentra su salvación únicamente en los brazos de la abstención; un hecho que
conocemos bien y que se ha evidenciado en desentendimiento masivas en justas
electorales. Que ha tenido su contundente contraparte en los procesos de 2007 y
2015, así como en numerosos eventos locales y regionales, en los cuales ha
quedado inequívoca constancia de dónde yace la mayoría.
Ahora bien, la cuestión de la fuerza es distinta. La
fortaleza del Gobierno se nutre de nuestra debilidad, una fragilidad que tiene
su raíz principal en la constante tentación de la abstención. Esta tentación
emana del cesarismo que impregna a la dirección política opositora, una
debilidad que parece contaminada por el ADN chavista, resumida en la fórmula
cerezoleana: líder, ejército, pueblo. Este mal se desanuda del interés
colectivo al anteponer intereses individuales, al sostener liderazgos en falsas
expectativas, diciendo lo que la gente quiere escuchar, por más irrealizable
que sea.
No obstante, existen señales claras de una voluntad general
de cambio, palpable en cada calle, en cada esquina, en cada hogar y en cada
ciudadano. La intención popular de superar esta tragedia resulta innegable, se
percibe en cada conversación, y hasta Maduro lo registra expresando su miedo
con ira cuando amenaza con ganar las elecciones presidenciales "por las
buenas o por las malas", palabras que entrañan la intención malévola de
alejar el voto, por miedo a sentir esa suerte de estaca de la libertad en el
pecho del monstruo autoritario. A sus aviesas palabras hay que responderle
convirtiendo en consignas generales las frases siguientes: "Sólo la
abstención lo salva" y "Con mi voto ni ofendo ni temo" para
blindar este abrumador sentimiento de cambio.
https://gitx.awsccs2.com/2024/02/06/la-otra-cara-dos-consignas-para-blindar-el-cambio-por-jose-luis-farias/
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